Mi ruta salvaje llega hasta el centro del misterio, atraviesa el huracán y las tormentas para, finalmente, alcanzar el sosegado corazón de mi alma.
Nathan Hope

sábado, 11 de junio de 2011

Historia de un caracol


Cruzaba un caracol la avenida Constitución con parsimonia de caracol cuando yo cruzaba en sentido contrario. El semáforo de peatones anunciaba la inminencia del rojo. Los coches rugían como en la salida de un gran premio de fórmula 1. Había dos opciones; le salvaba la vida o lo abandonaba a su suerte. Con toda seguridad alguno de los vehículos le hubiera pasado por encima ya que al animal, haciendo un cálculo por encima, le quedaban unos 15 minutos para llegar a la acera contraria, situación que tampoco garantizaba su supervivencia. Lo agarré entre el pulgar y el índice de mi mano derecha y aceleré el paso. El caracol giró sobre sí mismo con esa típica contorsión de caracol y me miró con sus antenas. Fue entonces cuando preguntó:
-¿Pero tú que haces? Llego tarde al trabajo.
Ignoro cual puede ser el trabajo de un caracol pero le contesté:
-Tengo un trabajo mejor para ti en mi terraza.
-Ah ,sí? Y tú qué sabrás!!
-Allí tienes un montón de los tuyos que parecen buena gente.
-¿Y qué hago con mi mujer la caracola y mis caracolillos?
-Mañana vamos a buscarlos.
Dudó.
-Y ¿en qué consiste el trabajo que me ofreces?
-No has de hacer nada especial. Sólo tienes que dar color a mi espacio. Tienes hojas para comer y paredes para trepar.
-¿Y si no me apetece?
-¿Porqué no tendría que apetecerte? Parece un buen plan.
-Pues podría no apetecerme porque soy un caracol jubilado, porque soy un vago o simplemente porque no me da la gana. ¿No sé si me explico?
- -Perfectamente, pero me has dicho que te dirigías al trabajo. Me parece que jubilado no estás.
-No seas tan listo y llévame de nuevo a la avenida de una puñetera vez.
-¿Y no sería mejor ir a buscar a la señora caracola y a los pequeños caracolillos para traerlos también a mi casa? Podríais vivir todos allí. Hay espacio de sobra, comida en abundancia y buena música, te lo aseguro.

El caracol mantuvo un largo silencio.

-Está bien. Te he mentido. Ni me dirigía al trabajo, ni existen la caracola, ni los caracolillos. Hace tiempo que un grupo de humanos llegaron a mi aldea y raptaron a toda mi familia. Llevaba tiempo buscándolos. Hoy me he enterado de que acabaron en una paella gigante en la falla del Pilar y pretendía morir atropellado, pero tú me has salvado la vida. Me tenía que cruzar con un puto ecologista.
-Vaya. Lo siento, de verdad, pero insisto; creo que si vienes conmigo puedes iniciar una nueva vida. Incluso puedes encontrar alguna caracolilla guapa.
-Mira, tío, haz lo que te de la gana. Al fin y al cabo estoy atrapado entre tus dedos, flotando en el aire y no puedo decidir. Además tengo un vértigo que te cagas y lo estoy pasando fatal. Nunca he estado a tanta altura.

Entramos en casa. Nos dirigimos a la terraza. Le di a elegir la planta donde quisiera estar. Me dijo que le daba igual, que era un caracol deprimido y que lo que le vendría bien era un whisky y un diazepan.

-Con el diazepán no hay problema, pero tendrás que
conformarte con una mistela.
-Me va bien.

Le serví ambas cosas y lo dejé sobre la hoja más carnosa que encontré. La mistela y el diazepán, sin antes comer algo, le podían sentar como un tiro.

Pasó el día lento y cargado de dudas. Uno no sabe si hace bien las cosas y nunca mide las consecuencias de sus actos.
Aquella noche soñé con caracoles gigantes que trepaban por mi cuerpo y me arrancaban los ojos. Amanecí con una jaqueca terrible. Lo primero que hice fue mirar si el caracol seguía allí. Efectivamente allí estaba, metido en su caparazón.
Pasó el tiempo y no salía al exterior. Al cabo de unos días volví a cogerlo entre mis dedos índice y pulgar. Lo giré lentamente y comprobé que dentro ya no había nadie. No sé si murió por la mistela, por el diazepán o simplemente murió de pena.
Nunca sabemos la consecuencia de nuestros actos.

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