Mi ruta salvaje llega hasta el centro del misterio, atraviesa el huracán y las tormentas para, finalmente, alcanzar el sosegado corazón de mi alma.
Nathan Hope

domingo, 13 de agosto de 2017

TURISMO

El humano es el único ser vivo capaz de adelantar la catástrofe. El humano es el único ser vivo que siente miedo por lo que pueda suceder aunque lo que pueda suceder tan solo tenga una remota posibilidad de suceder.
La gacela Thompson en el Serenguetti activa su reflejo de miedo cuando ve al guepardo a una distancia que suponga una amenaza real. La gacela Thompson en el Serenguetti puede ver a cualquier depredador, pero sólo activará su reflejo de miedo si la distancia supone un peligro para su integridad física. Mientras tanto se dedica a pastar o a copular con alegría y desenfado.
El ser humano siente miedo casi a diario. A veces son pequeños miedos y otras son miedos paralizantes. Lo veo en los demás, lo siento en mi.
Durante años tuve una profesión, fui un profesional bien considerado.
Como todo soñador elegí una profesión que nunca me haría millonario, aunque me daría, y me dio, muchas satisfacciones. Pero llegó el tsunami de la crisis, el tsunami de las nuevas tecnologías, el tsunami de internet y mi profesión, como la de muchos otros, colapsó.
Durante meses, durante años, vi como mi cuenta corriente, antes alegre y con una salud aceptable, iba deteriorándose lenta pero inexorablemente.
Cuando el colapso ya era una evidencia, es decir; cuando el guepardo ya estaba a una distancia que amenazaba mi integridad física, una vecina y amiga me dijo: “¿Por qué no empiezas a alquilar una habitación?”, y me habló de una plataforma llamada Airbnb. Yo no había escuchado ese nombre jamás, pero cuando uno está al borde del precipicio se informa de lo que haga falta.
Nunca me hubiera imaginado a mi mismo compartiendo espacio con otras personas. Nunca viví en un piso de estudiantes, ni fui a un colegio mayor, ni hice la mili, y mi experiencia a la hora de compartir espacio físico se reducía a vivir unos años en pareja. Pocos. Pero qué más daba, la situación no invitaba a reflexionar sino más bien a actuar.
Abrí una cuenta en Airbnb con el escepticismo melancólico del que se sabe perdido y la desconfianza del que no cree que aquello pudiera servir para algo.
El primer día que puse el anuncio me escribieron dos hermanas mejicanas que me pedían una habitación para esa misma noche. Entré en pánico. No tenía ni sábanas limpias y ni tan siquiera había pensado en una cama alternativa para mi.
Puse una lavada, quité el polvo, barrí, fregué, pasé lejía por el baño y por encima de todo me preparé para sonreír aunque fuera con sonrisa de hiena. Me apetecía recibir a esas dos hermanas mejicanas lo mismo que pasar por un tacto rectal. ¿Qué digo? Me apetecía más un tacto rectal.
Pero llegaron las hermanas mejicanas. Cuando entraron por la puerta me sentí como el actor que sale al escenario sin saberse el texto.
Esa noche la pasé en el sofá. Las hermanas mejicanas durmieron en mi cama. Yo no pegué ojo. Sentí una mezcla de agradecimiento por los veinte euros que me habían pagado y de agresión por el territorio ocupado.
De eso hace un año y ocho meses. Desde ese día empezaron a llegar personas de todo el mundo. Llegaban de países que yo había visitado y de países que tuve que mirar su ubicación en el globo terráqueo. Comprobé, para mi desgracia, que todo el inglés que un día supe se había oxidado y tuve que engrasarlo a fondo porque la gente me hacía preguntas, tenían inquietud por conversar, desayunaba con ellos, comía con ellos, veía la televisión con ellos. Durante ocho meses conocí gente encantadora, pero también aguanté a borrachos que encontraba tirados en el sofá cuando llegaba a casa.
Aunque descubrí que mis habilidades sociales eran mucho más amplias de lo que hubiera sospechado, preparé una habitación para mi como un conejo prepara su madriguera e intentaba pasar muchos ratos en ella porque a uno no siempre le apetece conversar.
A los ocho meses decidí que no quería pasar el resto de mis días desayunando en calzoncillos con desconocidos y pensé que si alquilar una habitación me estaba dando dinero para sobrevivir, tal vez, y sólo tal vez, si alquilaba el apartamento entero podría ganar algo más para hacer cosas sencillas como tomarme unas pequeñas vacaciones en algún pueblo cercano. Hacía cinco años que apenas salía de Valencia por falta de dinero.
Me puse a buscar como un poseso pisos baratos en alquiler. Encontré zulos por unos 350 euros. Pisos feos, tristes, sin luz, con una decoración que hubiera hecho las delicias del más rancio cine español de los años setenta. Aun así estaba dispuesto a pasar por ello. Adaptación o muerte.
¿Pero quién quiere alquilar un piso a alguien sin nómina y que además tampoco cotiza a la Seguridad Social (que no es segura ni es social)? Nadie.
La situación era desesperada. Me veía abocado a una convivencia indeseada con desconocidos el resto de mi vida.
Fue un día que llegué a mi apartamento y encontré a dos polacos borrachos pegando un polvo en el sofá del salón de mi casa cuando tomé la decisión de largarme de allí.
¿Nadie me alquila? Ok, pues me compro un piso.
Me fui al banco y les dije que tenía idea de montar un apartamento turístico en mi casa y que para ello necesitaba otro apartamento donde vivir. Les conté que nadie me quería alquilar y que por eso me había decidido a comprar.
Creo que fue mi cara de cordero degollado lo que les convenció.
Me dijeron que mandarían un tasador y que me podían conceder un préstamo a doce años por la mitad del valor de tasación de mi casa.
- ¿A doce años solamente?- pregunté con una ingenuidad patética.
- Jordi, tienes cincuenta y dos años- fue la respuesta.
Uno empieza a comprobar que se hace viejo no cuando se le cae el pelo y el culo sino cuando el tope de financiación de un préstamo son sólo doce años.
Acepté. Mi casa la tasaron en 80.000 euros, con lo que el préstamo máximo era de 40.000 euros. Ello suponía que, si sumábamos notaría, inmobiliaria, impuestos, alguna pequeña reforma e imprevistos, tenía que encontrar una casa de 30.000 euros máximo.
La encontré. Sí, un quinto sin ascensor, pero la encontré. Pequeña, sí, pero la encontré.
Hubo que pintar, por supuesto, y hacer algunos arreglos para vivir con dignidad. Tras muchas horas de cálculos económicos y muchos desvelos parece que todo cuadraba.
Ahora vivo aquí, en este pequeño quinto sin ascensor. Nuevos extraños ocupan a diario la casa donde viví casi veinte años. Ya perdí la cuenta de las personas que por allí han pasado. No me duele. Casi lo prefiero. No concibo las cosas de larga duración, y veinte años son muchos. A veces echo de menos mis libros, mis discos y mis películas en DVD. No los tengo conmigo porque mi nueva casa es tan pequeña que no caben. Me alegra que los viajeros puedan disfrutar de todo ello. Me consta que lo hacen. Y me consta porque ya me han robado varios discos, una colcha de la cama, han roto el grifo de la ducha una vez, la cisterna de váter varias veces, los mandos de la cocina otra vez y pequeños detalles que he olvidado gracias a mi prodigiosa desmemoria.
Gracias a ellos he vuelto a “vivir”. Mi cuenta corriente ya no amenaza con el precipicio e incluso me puedo tomar, cuando los turistas me lo permiten, unas pequeñas vacaciones.
Ahora limpio váteres, cambio sábanas e intento quitar lamparones de semen de las mismas, he descubierto el quitagrasa, el cristasol y el ambientador ambipur (que es una mierda, pero es ambi y es pur).
Y después de este bonito relato decidme, queridos “amigos” de Facebook, queridos telediarios, queridos políticos, que todo el que se dedica a alquilar la casa donde vivió es un especulador. Decidme, como he leído en muchos sitios, que el turismo es un producto de la especulación del capitalismo, decidme, por favor, si es lícito garabaterar en las paredes “Tourists go home”, decidme si es lícito lanzar botellas a un autobús de turistas, decidme si es necesario manifestarse contra el turismo en una ciudad como Valencia, que nada tiene que ver todavía con Barcelona, decidme si es necesario que yo, como un ejército de desheredados que se vieron obligados a salir de su casa, sintamos miedo por si nos cierran este pequeño grifo que hemos abierto para poder respirar. Decidme, por favor, si es necesario que me sienta como una gacela en el Serenguetti y a vosotros os sienta como el guepardo que me acecha.