Ayer
releía las memorias de uno de los escritores que, junto a Rimbaud,
Boris Vian o Charles Bukowski, formarían, para mi, el cuarteto de
“escritores incendiarios” de la historia de la literatura
universal. También podríamos incluir a Oscar Wilde y algunos otros.
Se trata
de William Dixon Henry, un tipo que escribió un solo libro, “El
ángel boca abajo” y las susodichas memorias.
Releyendo
el libro fui a parar a un capítulo en el que Dixon relata una famosa
entrevista que le hicieron en la cadena NBC a finales de los 80´s.
El periodista, de cual no recuerdo su nombre, le presentó como “el
escritor después del cual cambiaría el concepto de novela
contemporánea”.
Dixon, de
buenas a primeras, se encargó de recordar al periodista que ya en
los años 60´s habían presentado de la misma manera a Truman Capote
cuando publicó su novela “A
sangre fría”. Por lo visto el periodista no se
tomó demasiado bien la puntualización. La entrevista transcurrió
de una manera tensa y Dixon contestó a una sola pregunta de manera
magistral.
Fue algo más o menos así:
-Periodista:
Parece que usted al escribir “El ángel boca abajo” pretendió
dinamitar todas las verdades establecidas que han hecho de
nuestro país la mayor potencia mundial de
todos los tiempos.
-Dixon:
¿La mayor potencia mundial?
-Periodista:
Así lo creo.
- Dixon:
¿Así lo cree?
-
Periodista: Usted pone en cuestión la economía, la fe, el
matrimonio...
- Dixon:
¿De verdad quiere que le conteste a esa pregunta?
-
Periodista: Estaría encantado.
- Dixon:
Si contesto a esa pregunta se nos va a ir todo el tiempo de la
entrevista y yo he venido a hablar de mis memorias.
-
Periodista: Tranquilo, tenemos tiempo.
- Dixon:
Está bien. Dice usted que pongo en cuestión la economía, la fe y
el matrimonio.
Yo vengo
de una familia de profunda fe católica. Los católicos somos una
anomalía en el sistema norteamericano ya que Norteamérica
fue colonizada fundamentalmente
por anglicanos y luteranos. Es cierto que también vinieron hordas
de irlandeses católicos, pero estos provenían de las clases
sociales más bajas y acabaron ocupando los puestos de trabajo más
sucios y precarios de este país,
con lo cual no forjaron la ideología básica
ni regido el pensamiento fundamental de
esta "gran nación".
¿Sabe
usted cuál es la gran diferencia entre el catolicismo y el
luteranismo, más allá de la sobriedad o el barroquismo de cada una
de sus iglesias?
El
sacramento de la confesión.
Los
católicos tienen una ventaja sobre los luteranos: la confesión.
Los
luteranos se
entienden directamente con Dios, sin intermediarios. Eso debe dar
mucho miedo porque Dios suele guardar silencio, ¿sabe? Es un
conversador poco comunicativo.
En el
catolicismo, el sacerdote que escucha los pecados
de una oveja descarriada
tiene dos obligaciones: La primera, absolverlo tras imponerle una
penitencia que suele consistir en algún rezo mecánico. Y la
segunda, guardar el secreto de confesión. Así pues, el sacerdote
que escucha los pecados ajenos, ya sea una pataleta o un asesinato
en primer grado, no puede delatar al pecador aunque se lo pregunte
la Corte Suprema, ni aunque lo cuelguen de los tobillos y lo
sumerjan en agua hirviendo. De lo contrario iría al infierno.
Pues
bien; mi padre era un ferviente católico que de
lunes a sábado lo pasaba borracho y sin ir al
trabajo, pero el domingo confesaba todo aquello y
quedaba perdonado con apenas un par de padrenuestros.
Mi madre
era peor. No sólo era una ferviente católica
sino que, además, era temerosa de Dios. Mi padre no temía a nada y
dormía como un tronco, pero mi madre temía a Dios y no pegaba ojo.
Eso la convirtió en una histérica adicta a los barbitúricos que
se pasaba el día gritando por cualquier cosa que se saliera de su
concepto de la rectitud. Por supuesto, que mi padre llegara borracho
se salía de su concepto de la rectitud, y ahí empezaban las
batallas campales donde el que más recibía era mi padre ya que era
incapaz de matar una mosca. Era un borracho, sí, pero de una bondad
beatífica. Hubiera sido incapaz de pegar a mi
madre. En cambio mi madre lo molía a palos. Una vez pensaba que le
había arrancado el ojo derecho. Tuve que curarle las heridas de la
cara con mucho cuidado para
que el agua oxigenada no le cayera en el globo ocular.
Al
principio me metía entre los dos para evitar males mayores, pero al
tercer codazo que recibí en la mandíbula decidí que aquello ya no
iba conmigo. Desde aquel día, el del tercer codazo en la mandíbula,
empecé a robarle el coche a mi padre todas las noches. Esperaba a
que él se durmiera y a que ella le hicieran efecto los barbitúricos
para entrar en el dormitorio y agarrar con cuidado las
llaves del coche, que siempre las dejaba en la mesilla. Yo tenía 18
años, me acababa de sacar el permiso de conducir. Al principio
conducía hasta el puerto de Baltimore y me dedicaba a beber cerveza
hasta que amanecía. Aquello, al poco de llegar con el coche, un
Thunderbird del 67, se llenaba
de ratas enormes. Veía cómo peleaban entre ellas por conseguir un
trozo de tocino o cualquier otra cosa que algún marinero había
dejado caer. Era un espectáculo que me recordaba a la propia vida.
Más tarde empecé a llevar yo mis propios
trozos de tocino para lanzarlos en medio de aquella fauna. Decenas
de ratas peleándose por aquellos trozos de tocino. Era increíble.
Cuando me
aburrí del puerto empecé a frecuentar los
clubes nocturnos más depravados que pueda imaginar. Descubrí
sustancias como el opio y también descubrí el sexo orgiástico.
Hasta ese momento mi experiencia sexual había
consistido en cuatro besos furtivos en los jardines que estaban a la
salida del instituto. Jamás hubiera imaginado todo lo que un
cuerpo humano da de si en lo que al sexo se refiere.
Siempre
antes del amanecer volvía a casa y colocaba las llaves en la misma
posición en la que las había encontrado.
Vivíamos
en una casa enorme que estaba muy por encima de las posibilidades
económicas de mis padres, pero dado el carácter caprichoso de mi
madre y la avaricia de los bancos, habían conseguido que les
concedieran una hipoteca que apenas podían pagar. A
fin de mes la comida solía consistir en una pasta de boniato que mi
madre preparaba en una cazuela grande y que la hacía durar mínimo
una semana. Eso sí, la casa era preciosa, en el barrio alto, cerca
del downtown.
A
los diez y nueve años me fui de casa. No tenía
ni un dólar. Me instalé en casa de unos amigos, y digo amigos por
decir algo porque eran dos crápulas que había conocido en uno de
esos clubes nocturnos. Eran hermanos y traficaban con heroína. Sus
clientes no eran tirados del puerto, no. Era gente que venía justo
del barrio de mis padres. Ejecutivos encorbatados con trajes de mil
dólares. Ninguna tontería. La heroína de estos tipos era la mejor
de Baltimore porque sólo la cortaban con un
veinticinco por cien de cal. Otros llegaban a cortarla con el
cincuenta o sesenta por cien. La gente de dinero sabe bien lo que
hace, no compra cualquier
cosa.
Yo pasaba
de meterme en el negocio. No soy tan valiente. Empecé a trabajar en
un seven eleven, de repartidor de diarios, de reponedor en unos
grandes almacenes, de infinidad de cosas. Todos
aquellos trabajos estaban pagados con sueldos miserables. Cuando
salía del trabajo comencé a escribir “El
ángel boca abajo”. Me llevó tres años acabarla y otros tres que
una editorial la quisiera publicar. Escribir es
un trabajo lento y publicar un libro no es fácil. Pero tras el
éxito de “El ángel boca abajo”, este "gran país", esta "gran
nación", me ha hecho millonario. El libro se sigue vendiendo y yo he
sido incapaz de volver a escribir otro hasta que me descubrieron el
virus del VIH.
Cuando
sientes el aliento de la muerte surge la necesidad de hablarlo todo,
de contarlo todo, de fumarlo todo, de beberlo todo, de follarlo
todo. Por eso escribí mis memorias. Porque soy millonario y porque voy a
morir.
Doy
gracias a Dios por los valores que esta "gran nación" me ha inculcado,
doy gracias por el dinero que me ha concedido y
doy gracias porque todo ese dinero no me va a salvar la vida. Si el
dinero consiguiera salvarme la vida yo sería un tipo todavía más
insoportable de lo que ya soy.
¿He
respondido a su pregunta?
Me
encantan los autores malditos.
William
Dixon Henry murió el 30 de agosto de 1999. Tenía 49 años.
Vivió,
como dice la letra de esta canción, “ardiendo en la cuerda floja”.