Mi ruta salvaje llega hasta el centro del misterio, atraviesa el huracán y las tormentas para, finalmente, alcanzar el sosegado corazón de mi alma.
Nathan Hope

domingo, 13 de agosto de 2017

TURISMO

El humano es el único ser vivo capaz de adelantar la catástrofe. El humano es el único ser vivo que siente miedo por lo que pueda suceder aunque lo que pueda suceder tan solo tenga una remota posibilidad de suceder.
La gacela Thompson en el Serenguetti activa su reflejo de miedo cuando ve al guepardo a una distancia que suponga una amenaza real. La gacela Thompson en el Serenguetti puede ver a cualquier depredador, pero sólo activará su reflejo de miedo si la distancia supone un peligro para su integridad física. Mientras tanto se dedica a pastar o a copular con alegría y desenfado.
El ser humano siente miedo casi a diario. A veces son pequeños miedos y otras son miedos paralizantes. Lo veo en los demás, lo siento en mi.
Durante años tuve una profesión, fui un profesional bien considerado.
Como todo soñador elegí una profesión que nunca me haría millonario, aunque me daría, y me dio, muchas satisfacciones. Pero llegó el tsunami de la crisis, el tsunami de las nuevas tecnologías, el tsunami de internet y mi profesión, como la de muchos otros, colapsó.
Durante meses, durante años, vi como mi cuenta corriente, antes alegre y con una salud aceptable, iba deteriorándose lenta pero inexorablemente.
Cuando el colapso ya era una evidencia, es decir; cuando el guepardo ya estaba a una distancia que amenazaba mi integridad física, una vecina y amiga me dijo: “¿Por qué no empiezas a alquilar una habitación?”, y me habló de una plataforma llamada Airbnb. Yo no había escuchado ese nombre jamás, pero cuando uno está al borde del precipicio se informa de lo que haga falta.
Nunca me hubiera imaginado a mi mismo compartiendo espacio con otras personas. Nunca viví en un piso de estudiantes, ni fui a un colegio mayor, ni hice la mili, y mi experiencia a la hora de compartir espacio físico se reducía a vivir unos años en pareja. Pocos. Pero qué más daba, la situación no invitaba a reflexionar sino más bien a actuar.
Abrí una cuenta en Airbnb con el escepticismo melancólico del que se sabe perdido y la desconfianza del que no cree que aquello pudiera servir para algo.
El primer día que puse el anuncio me escribieron dos hermanas mejicanas que me pedían una habitación para esa misma noche. Entré en pánico. No tenía ni sábanas limpias y ni tan siquiera había pensado en una cama alternativa para mi.
Puse una lavada, quité el polvo, barrí, fregué, pasé lejía por el baño y por encima de todo me preparé para sonreír aunque fuera con sonrisa de hiena. Me apetecía recibir a esas dos hermanas mejicanas lo mismo que pasar por un tacto rectal. ¿Qué digo? Me apetecía más un tacto rectal.
Pero llegaron las hermanas mejicanas. Cuando entraron por la puerta me sentí como el actor que sale al escenario sin saberse el texto.
Esa noche la pasé en el sofá. Las hermanas mejicanas durmieron en mi cama. Yo no pegué ojo. Sentí una mezcla de agradecimiento por los veinte euros que me habían pagado y de agresión por el territorio ocupado.
De eso hace un año y ocho meses. Desde ese día empezaron a llegar personas de todo el mundo. Llegaban de países que yo había visitado y de países que tuve que mirar su ubicación en el globo terráqueo. Comprobé, para mi desgracia, que todo el inglés que un día supe se había oxidado y tuve que engrasarlo a fondo porque la gente me hacía preguntas, tenían inquietud por conversar, desayunaba con ellos, comía con ellos, veía la televisión con ellos. Durante ocho meses conocí gente encantadora, pero también aguanté a borrachos que encontraba tirados en el sofá cuando llegaba a casa.
Aunque descubrí que mis habilidades sociales eran mucho más amplias de lo que hubiera sospechado, preparé una habitación para mi como un conejo prepara su madriguera e intentaba pasar muchos ratos en ella porque a uno no siempre le apetece conversar.
A los ocho meses decidí que no quería pasar el resto de mis días desayunando en calzoncillos con desconocidos y pensé que si alquilar una habitación me estaba dando dinero para sobrevivir, tal vez, y sólo tal vez, si alquilaba el apartamento entero podría ganar algo más para hacer cosas sencillas como tomarme unas pequeñas vacaciones en algún pueblo cercano. Hacía cinco años que apenas salía de Valencia por falta de dinero.
Me puse a buscar como un poseso pisos baratos en alquiler. Encontré zulos por unos 350 euros. Pisos feos, tristes, sin luz, con una decoración que hubiera hecho las delicias del más rancio cine español de los años setenta. Aun así estaba dispuesto a pasar por ello. Adaptación o muerte.
¿Pero quién quiere alquilar un piso a alguien sin nómina y que además tampoco cotiza a la Seguridad Social (que no es segura ni es social)? Nadie.
La situación era desesperada. Me veía abocado a una convivencia indeseada con desconocidos el resto de mi vida.
Fue un día que llegué a mi apartamento y encontré a dos polacos borrachos pegando un polvo en el sofá del salón de mi casa cuando tomé la decisión de largarme de allí.
¿Nadie me alquila? Ok, pues me compro un piso.
Me fui al banco y les dije que tenía idea de montar un apartamento turístico en mi casa y que para ello necesitaba otro apartamento donde vivir. Les conté que nadie me quería alquilar y que por eso me había decidido a comprar.
Creo que fue mi cara de cordero degollado lo que les convenció.
Me dijeron que mandarían un tasador y que me podían conceder un préstamo a doce años por la mitad del valor de tasación de mi casa.
- ¿A doce años solamente?- pregunté con una ingenuidad patética.
- Jordi, tienes cincuenta y dos años- fue la respuesta.
Uno empieza a comprobar que se hace viejo no cuando se le cae el pelo y el culo sino cuando el tope de financiación de un préstamo son sólo doce años.
Acepté. Mi casa la tasaron en 80.000 euros, con lo que el préstamo máximo era de 40.000 euros. Ello suponía que, si sumábamos notaría, inmobiliaria, impuestos, alguna pequeña reforma e imprevistos, tenía que encontrar una casa de 30.000 euros máximo.
La encontré. Sí, un quinto sin ascensor, pero la encontré. Pequeña, sí, pero la encontré.
Hubo que pintar, por supuesto, y hacer algunos arreglos para vivir con dignidad. Tras muchas horas de cálculos económicos y muchos desvelos parece que todo cuadraba.
Ahora vivo aquí, en este pequeño quinto sin ascensor. Nuevos extraños ocupan a diario la casa donde viví casi veinte años. Ya perdí la cuenta de las personas que por allí han pasado. No me duele. Casi lo prefiero. No concibo las cosas de larga duración, y veinte años son muchos. A veces echo de menos mis libros, mis discos y mis películas en DVD. No los tengo conmigo porque mi nueva casa es tan pequeña que no caben. Me alegra que los viajeros puedan disfrutar de todo ello. Me consta que lo hacen. Y me consta porque ya me han robado varios discos, una colcha de la cama, han roto el grifo de la ducha una vez, la cisterna de váter varias veces, los mandos de la cocina otra vez y pequeños detalles que he olvidado gracias a mi prodigiosa desmemoria.
Gracias a ellos he vuelto a “vivir”. Mi cuenta corriente ya no amenaza con el precipicio e incluso me puedo tomar, cuando los turistas me lo permiten, unas pequeñas vacaciones.
Ahora limpio váteres, cambio sábanas e intento quitar lamparones de semen de las mismas, he descubierto el quitagrasa, el cristasol y el ambientador ambipur (que es una mierda, pero es ambi y es pur).
Y después de este bonito relato decidme, queridos “amigos” de Facebook, queridos telediarios, queridos políticos, que todo el que se dedica a alquilar la casa donde vivió es un especulador. Decidme, como he leído en muchos sitios, que el turismo es un producto de la especulación del capitalismo, decidme, por favor, si es lícito garabaterar en las paredes “Tourists go home”, decidme si es lícito lanzar botellas a un autobús de turistas, decidme si es necesario manifestarse contra el turismo en una ciudad como Valencia, que nada tiene que ver todavía con Barcelona, decidme si es necesario que yo, como un ejército de desheredados que se vieron obligados a salir de su casa, sintamos miedo por si nos cierran este pequeño grifo que hemos abierto para poder respirar. Decidme, por favor, si es necesario que me sienta como una gacela en el Serenguetti y a vosotros os sienta como el guepardo que me acecha.

sábado, 20 de mayo de 2017

Amistad

Ayer vino a cenar a casa un amigo de esos a los que les caben tres galaxias en la cabeza, con lo que la buena conversación está garantizada. Hablamos de la vida y la muerte, de la enfermedad, la paternidad, la felicidad, la plenitud y la decrepitud, la familia, la educación, el arte, las expectativas, la amistad, el compromiso, el sabor de las especias y la conveniencia de combinar dulce y salado en un guiso. Pero sobe todo estuvimos de acuerdo en el placer que supone estrenar zapatos nuevos. Y curiosamente los dos nos habíamos comprado unos sospechosamente parecidos.
Love you, brother.

martes, 14 de marzo de 2017

Leo


Leo nació en Argentina pero lleva tanto tiempo en España que sus amigos, cuando hablan con él por teléfono, le dicen que tiene acento español. Sin embargo los españoles, cuando lo escuchamos, ubicamos rápidamente su procedencia.
Leo sigue preparando asado con cuero los domingos en familia, bebe mate a diario, adora el tango y le sigue costando pronunciar la palabra ascensor. Así pues, Leo nada entre dos mares diferentes, o más bien entre dos costas de un mismo océano.

Leo es actor, un actor magnífico, generoso y trabajador hasta unos límites envidiables. Yo jamás tendré su capacidad de trabajo.
Lo conocí al poco de llegar a España, cuando se inscribió en una pequeña escuela para la que yo hacía la cartelería, y nada más verlo en el escenario supe que llegaría lejos, aunque ¿qué es llegar lejos? Eso lo dejaremos para otro debate.

Leo es tímido y reservado en la vida “real” pero despliega un desparpajo sobre el escenario que sorprende al que lo conoce fuera de él. Es versátil, disciplinado, ordenado y autoexigente hasta límites, a veces, exasperantes. Pero por encima de todo Leo es mi amigo, mi hermano pequeño, y tiene un talento que ahora, tras muchos años, empieza a vislumbrar (eso sí, dentro de los límites que le permite su humildad).

Hemos desarrollado muchos proyectos juntos. Algunos han cuajado, otros no. No importa. Lo mejor es que nos sigue gustando sentarnos a divagar sobre posibles ideas, sobre posibles textos, sobre posibles personajes.

Ayer Leo fue nominado como mejor actor por la Asociación de Actores de Valencia y yo me siento feliz y orgulloso. Podría decir que me da igual que gane o no, pero no sería cierto. Quiero que gane, y quiero que sufra delante de un micrófono por no saber qué decir delante de mucha gente que empieza a respetarlo. Porque Leo se merece respeto, tanto como los otros nominados a los que conozco, he trabajado con ellos y respeto por igual. Y los respeto porque hacer teatro es un ejercicio de valientes. Hacer teatro es un ejercicio de pobres con una dignidad tan alta que pocos espectadores llegarán jamás a entender. Hacer teatro es como estar enamorado. No sabes explicar por qué lo estás, simplemente lo estás. El día que puedes explicar por qué estás enamorado es cuando empiezas a no estarlo. El día que empiezas a explicar por qué haces teatro es cuando empiezas a no hacerlo.

Sé que a Leo le va a dar una vergüenza infinita leer este texto, pero tengo la respuesta adecuada para esa vergüenza: Te jodes, amigo. El amor, muchas veces, es difícil de digerir.

lunes, 13 de febrero de 2017

Los tiempos que corren



No soy muy fan de los años 80´s, creo que perdimos mucho tiempo con las drogas y el sexo fácil. Tal vez por inconsciencia o porque salíamos de una dictadura gris y opaca, nos entregamos a la vorágine de vivir rápido con una voracidad caníbal que acabó con la vida de bastantes personas, algunas de ellas muy amigas.
Sin embargo creo que aquella década tenía una cosa buena: el desparpajo.
Todavía no habían llegado estos tiempos actuales en los que hay que medir cada cosa que dices para que no se te encierre en el cuarto oscuro de los incorrectos.

En los años 80´s Robert Mapplethorpe realizaba unas fotografías que hoy estarían censuradas en Facebook. De hecho ningún museo ni galería de arte realiza ya ninguna muestra de Robert Mapplethorpe (¿tal vez demasiado explícitos aquellos sexos negros para estos tiempos de lo implícito blanco?).

Estoy cansado.
Estoy muy cansado.
Muy cansado de los “ismos”; del ecologismo, del feminismo, del marxismo, del fascismo y del paracaidismo.
No es que esté cansado de los “ismos”, estoy cansado de las consecuencias de los “ismos” y del mutismo (otro "ismo") acobardado que imponen.
Estoy cansado de la doble moral, de la triple moral y del tirabuzón con carpado invertido del pensamiento contemporáneo. Es aburrido hasta la extenuación.

Iba a seguir escribiendo pero no se me ocurre nada más.
Aquí lo dejo.
Estoy cansado.
Tan solo estoy cansado.

lunes, 23 de enero de 2017

Los escritores malditos

Ayer releía las memorias de uno de los escritores que, junto a Rimbaud, Boris Vian o Charles Bukowski, formarían, para mi, el cuarteto de “escritores incendiarios” de la historia de la literatura universal. También podríamos incluir a Oscar Wilde y algunos otros.
Se trata de William Dixon Henry, un tipo que escribió un solo libro, “El ángel boca abajo” y las susodichas memorias.
Releyendo el libro fui a parar a un capítulo en el que Dixon relata una famosa entrevista que le hicieron en la cadena NBC a finales de los 80´s. El periodista, de cual no recuerdo su nombre, le presentó como “el escritor después del cual cambiaría el concepto de novela contemporánea”.
Dixon, de buenas a primeras, se encargó de recordar al periodista que ya en los años 60´s habían presentado de la misma manera a Truman Capote cuando publicó su novela “A sangre fría”. Por lo visto el periodista no se tomó demasiado bien la puntualización. La entrevista transcurrió de una manera tensa y Dixon contestó a una sola pregunta de manera magistral.

Fue algo más o menos así:

-Periodista: Parece que usted al escribir “El ángel boca abajo” pretend dinamitar todas las verdades establecidas que han hecho de nuestro país la mayor potencia mundial de todos los tiempos.

-Dixon: ¿La mayor potencia mundial?

-Periodista: Así lo creo.

- Dixon: ¿Así lo cree?

- Periodista: Usted pone en cuestión la economía, la fe, el matrimonio...

- Dixon: ¿De verdad quiere que le conteste a esa pregunta?

- Periodista: Estaría encantado.

- Dixon: Si contesto a esa pregunta se nos va a ir todo el tiempo de la entrevista y yo he venido a hablar de mis memorias.

- Periodista: Tranquilo, tenemos tiempo.

- Dixon: Está bien. Dice usted que pongo en cuestión la economía, la fe y el matrimonio.
Yo vengo de una familia de profunda fe católica. Los católicos somos una anomalía en el sistema norteamericano ya que Norteamérica fue colonizada fundamentalmente por anglicanos y luteranos. Es cierto que también vinieron hordas de irlandeses católicos, pero estos provenían de las clases sociales más bajas y acabaron ocupando los puestos de trabajo más sucios y precarios de este país, con lo cual no forjaron la ideología básica ni regido el pensamiento fundamental de esta "gran nación".
¿Sabe usted cuál es la gran diferencia entre el catolicismo y el luteranismo, más allá de la sobriedad o el barroquismo de cada una de sus iglesias?
El sacramento de la confesión.
Los católicos tienen una ventaja sobre los luteranos: la confesión.
Los luteranos se entienden directamente con Dios, sin intermediarios. Eso debe dar mucho miedo porque Dios suele guardar silencio, ¿sabe? Es un conversador poco comunicativo.
En el catolicismo, el sacerdote que escucha los pecados de una oveja descarriada tiene dos obligaciones: La primera, absolverlo tras imponerle una penitencia que suele consistir en algún rezo mecánico. Y la segunda, guardar el secreto de confesión. Así pues, el sacerdote que escucha los pecados ajenos, ya sea una pataleta o un asesinato en primer grado, no puede delatar al pecador aunque se lo pregunte la Corte Suprema, ni aunque lo cuelguen de los tobillos y lo sumerjan en agua hirviendo. De lo contrario iría al infierno.
Pues bien; mi padre era un ferviente católico que de lunes a sábado lo pasaba borracho y sin ir al trabajo, pero el domingo confesaba todo aquello y quedaba perdonado con apenas un par de padrenuestros.
Mi madre era peor. No sólo era una ferviente católica sino que, además, era temerosa de Dios. Mi padre no temía a nada y dormía como un tronco, pero mi madre temía a Dios y no pegaba ojo. Eso la convirtió en una histérica adicta a los barbitúricos que se pasaba el día gritando por cualquier cosa que se saliera de su concepto de la rectitud. Por supuesto, que mi padre llegara borracho se salía de su concepto de la rectitud, y ahí empezaban las batallas campales donde el que más recibía era mi padre ya que era incapaz de matar una mosca. Era un borracho, sí, pero de una bondad beatífica. Hubiera sido incapaz de pegar a mi madre. En cambio mi madre lo molía a palos. Una vez pensaba que le había arrancado el ojo derecho. Tuve que curarle las heridas de la cara con mucho cuidado para que el agua oxigenada no le cayera en el globo ocular.

Al principio me metía entre los dos para evitar males mayores, pero al tercer codazo que recibí en la mandíbula decidí que aquello ya no iba conmigo. Desde aquel día, el del tercer codazo en la mandíbula, empecé a robarle el coche a mi padre todas las noches. Esperaba a que él se durmiera y a que ella le hicieran efecto los barbitúricos para entrar en el dormitorio y agarrar con cuidado las llaves del coche, que siempre las dejaba en la mesilla. Yo tenía 18 años, me acababa de sacar el permiso de conducir. Al principio conducía hasta el puerto de Baltimore y me dedicaba a beber cerveza hasta que amanecía. Aquello, al poco de llegar con el coche, un Thunderbird del 67, se llenaba de ratas enormes. Veía cómo peleaban entre ellas por conseguir un trozo de tocino o cualquier otra cosa que algún marinero había dejado caer. Era un espectáculo que me recordaba a la propia vida. Más tarde empecé a llevar yo mis propios trozos de tocino para lanzarlos en medio de aquella fauna. Decenas de ratas peleándose por aquellos trozos de tocino. Era increíble.
Cuando me aburrí del puerto empecé a frecuentar los clubes nocturnos más depravados que pueda imaginar. Descubrí sustancias como el opio y también descubrí el sexo orgiástico. Hasta ese momento mi experiencia sexual había consistido en cuatro besos furtivos en los jardines que estaban a la salida del instituto. Jamás hubiera imaginado todo lo que un cuerpo humano da de si en lo que al sexo se refiere.
Siempre antes del amanecer volvía a casa y colocaba las llaves en la misma posición en la que las había encontrado.
Vivíamos en una casa enorme que estaba muy por encima de las posibilidades económicas de mis padres, pero dado el carácter caprichoso de mi madre y la avaricia de los bancos, habían conseguido que les concedieran una hipoteca que apenas podían pagar. A fin de mes la comida solía consistir en una pasta de boniato que mi madre preparaba en una cazuela grande y que la hacía durar mínimo una semana. Eso sí, la casa era preciosa, en el barrio alto, cerca del downtown.

A los diez y nueve años me fui de casa. No tenía ni un dólar. Me instalé en casa de unos amigos, y digo amigos por decir algo porque eran dos crápulas que había conocido en uno de esos clubes nocturnos. Eran hermanos y traficaban con heroína. Sus clientes no eran tirados del puerto, no. Era gente que venía justo del barrio de mis padres. Ejecutivos encorbatados con trajes de mil dólares. Ninguna tontería. La heroína de estos tipos era la mejor de Baltimore porque sólo la cortaban con un veinticinco por cien de cal. Otros llegaban a cortarla con el cincuenta o sesenta por cien. La gente de dinero sabe bien lo que hace, no compra cualquier cosa.
Yo pasaba de meterme en el negocio. No soy tan valiente. Empecé a trabajar en un seven eleven, de repartidor de diarios, de reponedor en unos grandes almacenes, de infinidad de cosas. Todos aquellos trabajos estaban pagados con sueldos miserables. Cuando salía del trabajo comencé a escribir “El ángel boca abajo”. Me llevó tres años acabarla y otros tres que una editorial la quisiera publicar. Escribir es un trabajo lento y publicar un libro no es fácil. Pero tras el éxito de “El ángel boca abajo”, este "gran país", esta "gran nación", me ha hecho millonario. El libro se sigue vendiendo y yo he sido incapaz de volver a escribir otro hasta que me descubrieron el virus del VIH.
Cuando sientes el aliento de la muerte surge la necesidad de hablarlo todo, de contarlo todo, de fumarlo todo, de beberlo todo, de follarlo todo. Por eso escribí mis memorias. Porque soy millonario y porque voy a morir.
Doy gracias a Dios por los valores que esta "gran nación" me ha inculcado, doy gracias por el dinero que me ha concedido y doy gracias porque todo ese dinero no me va a salvar la vida. Si el dinero consiguiera salvarme la vida yo sería un tipo todavía más insoportable de lo que ya soy.
¿He respondido a su pregunta?


Me encantan los autores malditos.
William Dixon Henry murió el 30 de agosto de 1999. Tenía 49 años.
Vivió, como dice la letra de esta canción, “ardiendo en la cuerda floja”.




lunes, 9 de enero de 2017

Los caminos bifurcados


La vida es digital, funciona por ceros y unos. Constantemente estamos eligiendo. Lo digo o no lo digo, voy a nadar o me quedo en casa, veo una película o empiezo un libro, escribo este artículo o me dedico a ver como el sol provoca sombras en el salón. Suelen ser decisiones simples, de esas que, aparentemente, no cambian el rumbo de nuestra vida.
Pero un día cualquiera sucede algo inesperado. Una palabra, una mueca extraña en boca ajena, un olor, una sensación de libertad cristalina. Ese día el universo, tu universo, colapsa y se convierte en multiverso, abriéndose ante ti mil caminos posibles. La pregunta es: ¿realmente hay mil caminos o es mi cabeza la que los imagina? ¿No serán solo dos caminos bifurcados hasta el infinito por mis neuronas? Y ahí, amigo, surge la duda caleidoscópica que no te deja respirar.
Decía Rusty Cole (uno de los protagonistas de “True Detective”): “la conciencia es una anomalía de la naturaleza que nos aleja de ella”. Ser conscientes de nuestra existencia y finitud nos sitúa en la disyuntiva de tener que decidir, no sólo en las cosas sencillas sino también en las cosas aparentemente complicadas.
Las cebras en el Serengueti deciden por instinto. Si tienen hambre pastan, y si ven un león a una distancia que entrañe peligro, corren. Nosotros pastamos en exceso y vemos leones donde no los hay. Los caminos bifurcados hasta el infinito están plagados de leones imaginarios. De leones imaginarios, de ilusiones perdidas, de fraudes consentidos, de explosiones emotivas, de autosobornos, autoexigencias y automutilaciones.
Le pido ahora, aquí y ahora, a mi consciencia, que focalice esos caminos bifurcados y vuelva a ver con nitidez los dos únicos caminos posibles: amar o no amar. Y ninguno, por mucho que digan los apologistas de la nueva era, es mejor que el otro. Sólo elige desde tu instinto de cebra en el Serengueti. Seguro que acertarás.

viernes, 6 de enero de 2017

Elegir un padre

Yo tuve el mejor padre posible. Es cierto, no era perfecto. Eran sus debilidades lo que lo hacían más humano de lo que era (y lo era mucho). Educado, atento, con un sentido del humor elegante y de una bondad que rozaba lo beatífico. Siempre estaba ahí, a su manera, si lo necesitabas.
Sin duda, era el mejor padre posible.
Pero si hago un ejercicio de imaginación (algo a lo que soy muy dado), si me dieran a elegir otro padre posible, hubiera elegido a Leonard Cohen.
No soy un tipo ingenuo, aunque a medida que me hago mayor mi candidez va en aumento. Estoy convencido de que tras la poesía de Cohen se escondía un hombre depresivo, huraño y por momentos tirano. Me da igual. Por Cohen siento algo que nunca sentí por mi padre: admiración.
Descubrí a Cohen cuando tenía más de cuarenta años (yo, no él). No es que no lo hubiera oído antes (y digo oído, no escuchado). “Suzanne” era un tema recurrente entre los hermanos mayores de mis amigos y siempre me pareció blando y carente de substancia. Si tenemos en cuenta que por aquel entonces yo escuchaba a los Clash, los Stones o a los Heartbreakers no es de extrañar que “Suzanne” me pareciera blando. Pero a los cuarenta años vi un documental sobre la vida de Cohen. “I´m your man” es el título del documental, igual que una de sus canciones más conocidas. Ese documental me cambió la perspectiva que tenía hasta aquel momento sobre la música, y por encima de todo, sobre las letras de Cohen.
El documental está basado en una amplia entrevista con el cantante combinada con distintos intérpretes versionando sus temas de manera exquisita. En sus palabras entendí el dolor y la belleza que le acompañaron durante toda su vida. Y lo más excitante es que me sentí reconocido en muchos de los sentimientos emocionales, espirituales y vitales de los que hablaba.
La religión y la espiritualidad son señas de identidad en casi todas las canciones de Leonard Cohen, temas que a mi me han acompañado desde que de muy joven decidí matar a Dios para, años después, tener que resucitarlo. No se debe cometer un crimen sin entender por qué lo estás cometiendo. No es justo.

Cohen murió hace un mes y pienso en él, como en mi padre, todos los días. Aparece en mis sueños, como mi padre, todas las noches. Me acompaña con su voz cavernosa, como la de mi padre, a todas horas. Y creo que debido su poesía entiendo un poco mejor este mundo al que, gracias a Dios, nunca llegaré a entender del todo. Siempre hay grietas en nuestro conocimiento, pero es precisamente por ellas, como dice el maestro, por donde entra la luz.


domingo, 1 de enero de 2017

Una extraña entrada al año 2017

Esta noche, la madrugada del treinta y uno de diciembre al uno de enero de 2017, no he podido dormir. No he dormido ni un minuto. Podría echarle la culpa al catarro y a la probable fiebre, pero no pienso que se deba a ello.
Tenía mil cosas en la cabeza, me rondaban mil pensamientos, y no he dormido. Me he levantado de la cama varias veces, he fumado, he leído, he visto películas aburridas hasta la extenuación...y no he podido conciliar el sueño.

Ya amanecido, desde la cama, he conectado la radio.
Adoro escuchar la radio tumbado en la cama. Sobre todo las noticias, para ver si se acaba el mundo o algo similar. Pero el mundo no se ha acabado. Sí han acabado unas cuantas vidas en una discoteca de Estambul porque un tipo vestido de Papá Noel ha entrado con una ametralladora y se ha llevado a 39 personas por delante. Algunos han salvado el pellejo porque se han lanzado al Bósforo, ya que su instinto de supervivencia les decía que era mejor sufrir aquellas aguas heladas que una bala en el occipital. Es lo que tiene el instinto de supervivencia: pasas de bailar un tema de Rafaela Carrá a nadar en el Bósforo en cuestión de segundos.

Tras las noticias ha comenzado algo que detesto desde que era niño: el concierto de primero de año en Viena. Detesto a toda esa gente ataviada con frac y pedrería escuchando esos valses decadentes.

Yo escucho Radio Nacional, no por su rigor informativo o su calidad, sino porque no emite publicidad. Radio Nacional tiene varias cadenas; yo suelo escuchar Radio 1 o Radio 5, todo noticias (así se hacen llamar: Radio 5, todo noticias).
En Radio 1 emitían el dichoso concierto de valses decadentes, así que he decidido cambiar a Radio 5, donde, oh sorpresa, también estaban emitiendo el mismo concierto.
Me he preguntado qué sentido tienen dos cadenas nacionales que emiten exactamente la misma programación al mismo tiempo, pero ese pensamiento me ha durado poco. No me ha parecido útil hacerme esa pregunta tras una noche de insomnio.
Sin embargo sí me ha parecido útil hacer girar el dial para ver si encontraba algo más interesante. Y señoras y señores: lo he encontrado. He ido a parar a la cadena COPE.
Ahora es cuando todos mis amigos se escandalizarán y se tirarán de los pelos preguntándose: “¿Pero cómo has podido caer en semejante aberración patrocinada por la iglesia católica? ¿Cómo te has detenido en ese pozo aberrante?

Y os voy a contestar.

Mientras en Radio Nacional de España emitían el decrépito concierto de primero de año, en la COPE estaban haciendo un programa sobre la cantidad de muertos que ha habido en las costas de la isla de Lesbos estos últimos años. Apasionante.
La periodista que lo presentaba era ciertamente un poco...¿cómo podría decirlo?...¿cursi? Sí, cursi sería una palabra adecuada. Pero el documento no tenía desperdicio. Justo en el instante que el azar me ha llevado hasta la COPE atravesando las ondas hertzianas estaban hablado de una pareja de ex hippies ingleses que llevaban en la isla unos veinte años trabajando la artesanía y que habían abandonado todo para ayudar a las miles de personas que llegan a diario hasta la isla.

Erik y Philippa Kempson: esos son sus nombres

Los Kempson han construido una infraestructura de la que deberían aprender todos los gobiernos de nuestro mimado y mojigato “primer mundo”.
Erik graba vídeos a diario explicando la situación casi a tiempo real. Podéis ver sus vídeos en You Tube.

Mientras escuchaba este maravilloso documento pensaba que girando la rueda del dial estaba sucediendo un concierto en Viena con hombres de frac y mujeres de pedrería. Es decir, mientras una periodista entrevistaba en Lesbos a personas que atendían a náufragos, al mismo tiempo, en un espacio no tan lejano, la alta burguesía vienesa escuchaba valses. Ah sido en ese instante, con ese pensamiento, cuando casi me estalla el cerebro. Menos mal que he parado a tiempo.

Pero lo peor estaba aun por llegar, y ruego al lector aprensivo que deje de leer ahora mismo si no quiere sufrir un colapso.
La periodista ha empezado a preguntar por casos particulares. A mi, en el periodismo, me gustan los casos particulares porque si hablamos en general de una situación, si no ponemos nombres y apellidos, rostros y cicatrices, todo se disuelve en un “los refugiados”, o en unas “mujeres maltratadas”, o en un “bulling”...etc.
La estadística siempre mata la verdad.

La máxima expresión de dolor e impotencia la he sentido cuando han relatado la historia de un chico de unos veinticinco años que había huido de Siria en una barcaza y había alcanzado Lesbos tras una travesía de días. Este chico está siendo tratado en un hospital de la isla y todavía se despierta cada noche, gritando y meándose encima porque en su cabeza se ha grabado a fuego algo que jamás podrá olvidar: en Siria, en la guerra, le habían arrancado los dientes y las muelas una a una. No voy a entrar en detalles.

He desconectado la radio. Ya era suficiente.

Me he levantado. He desayunado mandarinas, higos secos y un té caliente. He dado gracias por poder masticar y por muchas más cosas.
No sabía qué hacer para quitarme de la cabeza a aquel chico.
He puesto la tele pidiendo, por favor, algo intrascendente.
Y se obró el milagro. 
No he encontrado algo intrascendente.
Todo lo contrario. 
Justo en ese preciso instante empezaban a emitir en TCM “La Gran Belleza” de Paolo Sorrentino, y he comprendido, una vez más, la magia del ser humano.
Yo no sé si Dios existe. Pero que alguien, desde algún lugar, tal vez no tan lejano, juega conmigo, de eso no tengo ninguna duda.

Bienvenido 2017.

sábado, 31 de diciembre de 2016

El miedo

Yo no tengo miedo a la muerte.
Tengo miedo al aburrimiento.
Tengo miedo a no ver, escuchar o sentir un rayo de belleza en cada uno de mis días.
Tengo miedo a los apologetas de la claudicación.
Tengo miedo a los animales domésticos.
Y no hablo de tu perro, de tu gato o de tu hamster.
Hablo de ti.
Te hablo a ti, oveja del rebaño.
Cuántas veces he deseado estar en tu corral.
Y cuántas veces he coceado al que ha pretendido echarme el lazo.
Prefiero el disparo de un cazador furtivo que la descarga eléctrica del matarife.
Prefiero el ardid del trampero que la desidia del carnicero.
Prefiero aullar en solitario que cantar vuestro canto cacofónico.
Así pues, aquí sigo, bailando desnudo en el desierto.
Aquí sigo, robando tiempo al tiempo.
Aquí sigo, robando tiempo.
Aquí sigo, robando.
Aqui sigo.
Aquí.

2017

A todos mis amigos artistas, a esos que vivís en el alambre, en el desasoiego, con el agua al cuello. A todos mis francotiradores, a mis balas perdidas, a mis soldados rasos en primera linea de fuego, os deseo que sigáis aspirando fuerte el nalpalm que huele a victoria en este apocalipsis.
Sed bienvenidos al club de los imposibles. No soltéis nunca el cuchillo que lleváis entre los dientes. Mirad de frente a la vida y sonreídle. Decidle que sí, que un día os doblará la espalda y caeréis rendidos con humildad ante su poder, pero que mientras tanto afrontaréis con orgullo y honor la guerra que os ha tocado vivir. Feliz 2017.