Mi ruta salvaje llega hasta el centro del misterio, atraviesa el huracán y las tormentas para, finalmente, alcanzar el sosegado corazón de mi alma.
Nathan Hope

domingo, 24 de junio de 2012

Bika y la hermana Pilar


Cuando viajo por el mundo mis habitaciones suelen ser austeras, monacales, espartanas. Lo primero que hago es arrancar alguna flor del lugar y colocarla en el habitáculo que me albergará las siguientes semanas. Supongo que es por añadir algo de luz a las sombras con las que tendré que convivir. De los lugares que he conocido estos últimos años, el más oscuro y violento ha sido Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo (lo de Democrática es un eufemismo) y paradójicamente mi habitación no fue de las peores que he conocido. Aun así cumplí el ritual y coloqué esta pequeña flor en el grifo de la ducha (otro eufemismo, ya que aquello era un riego por goteo más que una ducha). Allí traté de mantener limpio mi cuerpo todos los días. Un día el padre Antonio nos compró bika en un puesto ambulante. La bika es un alimento consistente en pescado secado al sol, desmigajado y envuelto en hoja de parra. Es muy sabroso pero mi compañero periodista siempre que comemos algo en nuestros viajes me hace la siguiente pregunta: “¿Tú crees que esto en España pasaría una inspección del Ministerio de Sanidad?”. Si siempre respondiéramos que no, moriríamos de inanición. Nos comimos la bika y bebimos cerveza del lugar. Durante veinticuatro horas estuve vomitando y defecando. Algunas ocasiones mi cuerpo compaginaba armoniosamente ambas actividades, convirtiéndome en una fuente de dos chorros. Como el aviso corporal era inmediato, no me daba tiempo a llegar a la taza del váter, que se encontraba fuera de mi habitación a unos cien metros, por lo que decidí convertir la ducha en receptáculo de mis deshechos corporales. Aquella habitación olía a fosa común y yo iba comprobando como, paralelamente a mi deterioro, la flor que había colocado en el grifo de la ducha se iba marchitando. Junto con aquellos estertores fecales, la piel se me llenó de llagas que escocían como si un ejército de hormigas me mordiera desde el interior y el cuerpo se me hinchó como un embutido de Burgos. Y es en este punto donde debo hablar de la monja que me salvó la vida. La hermana Pilar, al ver mi hinchazón, se asustó de tal manera que fue inmediatamente a buscar una pastilla de cortisona para bajar la inflamación. A usted, querido lector, puede no parecerle una hazaña traer una pastilla de cortisona a un enfermo, pero le puedo asegurar, querido lector, que conseguir una pastilla de cortisona en Kinshasa es como encontrar una aguja en un pajar. No sé las horas que tardó en volver la hermana Pilar con aquel fármaco ni sé los kilómetros que tuvo que recorrer a pie por unos caminos fangosos, pero aseguro que su entrada en mi habitación puede ser lo más parecido a lo que debió sentir la Virgen María cuando se le apareció el Arcángel Gabriel. Tarde unas tres horas más en encontrarme bien y poder caminar más de cuatro pasos seguidos (que eran los que separaban mi cama de la ducha). Sí; Congo resultó un viaje duro, no tan sólo por esta experiencia sino por todas las entrevistas a mujeres violadas, quemadas, viudas o amputadas que tuvimos que realizar. Aun así, si me dijeran que esta tarde debía coger un vuelo que me llevara hasta allí, volvería sin dudarlo.

2 comentarios:

  1. La flor apoyada en el azulejo es una gran imagen pero con la narración de lo que aconteció se llena todavía más de significado. Las emociones, como siempre, nos ayudan a entender y entendernos.

    ResponderEliminar
  2. Sí: esa foto siempre me gustó y la tenía reservada para cuando me apeteciera rememorar aquel acontecimiento. No fue agradable pero forma parte del juego en el que estoy. Y me gusta jugar.

    ResponderEliminar