Mi ruta salvaje llega hasta el centro del misterio, atraviesa el huracán y las tormentas para, finalmente, alcanzar el sosegado corazón de mi alma.
Nathan Hope

lunes, 23 de enero de 2017

Los escritores malditos

Ayer releía las memorias de uno de los escritores que, junto a Rimbaud, Boris Vian o Charles Bukowski, formarían, para mi, el cuarteto de “escritores incendiarios” de la historia de la literatura universal. También podríamos incluir a Oscar Wilde y algunos otros.
Se trata de William Dixon Henry, un tipo que escribió un solo libro, “El ángel boca abajo” y las susodichas memorias.
Releyendo el libro fui a parar a un capítulo en el que Dixon relata una famosa entrevista que le hicieron en la cadena NBC a finales de los 80´s. El periodista, de cual no recuerdo su nombre, le presentó como “el escritor después del cual cambiaría el concepto de novela contemporánea”.
Dixon, de buenas a primeras, se encargó de recordar al periodista que ya en los años 60´s habían presentado de la misma manera a Truman Capote cuando publicó su novela “A sangre fría”. Por lo visto el periodista no se tomó demasiado bien la puntualización. La entrevista transcurrió de una manera tensa y Dixon contestó a una sola pregunta de manera magistral.

Fue algo más o menos así:

-Periodista: Parece que usted al escribir “El ángel boca abajo” pretend dinamitar todas las verdades establecidas que han hecho de nuestro país la mayor potencia mundial de todos los tiempos.

-Dixon: ¿La mayor potencia mundial?

-Periodista: Así lo creo.

- Dixon: ¿Así lo cree?

- Periodista: Usted pone en cuestión la economía, la fe, el matrimonio...

- Dixon: ¿De verdad quiere que le conteste a esa pregunta?

- Periodista: Estaría encantado.

- Dixon: Si contesto a esa pregunta se nos va a ir todo el tiempo de la entrevista y yo he venido a hablar de mis memorias.

- Periodista: Tranquilo, tenemos tiempo.

- Dixon: Está bien. Dice usted que pongo en cuestión la economía, la fe y el matrimonio.
Yo vengo de una familia de profunda fe católica. Los católicos somos una anomalía en el sistema norteamericano ya que Norteamérica fue colonizada fundamentalmente por anglicanos y luteranos. Es cierto que también vinieron hordas de irlandeses católicos, pero estos provenían de las clases sociales más bajas y acabaron ocupando los puestos de trabajo más sucios y precarios de este país, con lo cual no forjaron la ideología básica ni regido el pensamiento fundamental de esta "gran nación".
¿Sabe usted cuál es la gran diferencia entre el catolicismo y el luteranismo, más allá de la sobriedad o el barroquismo de cada una de sus iglesias?
El sacramento de la confesión.
Los católicos tienen una ventaja sobre los luteranos: la confesión.
Los luteranos se entienden directamente con Dios, sin intermediarios. Eso debe dar mucho miedo porque Dios suele guardar silencio, ¿sabe? Es un conversador poco comunicativo.
En el catolicismo, el sacerdote que escucha los pecados de una oveja descarriada tiene dos obligaciones: La primera, absolverlo tras imponerle una penitencia que suele consistir en algún rezo mecánico. Y la segunda, guardar el secreto de confesión. Así pues, el sacerdote que escucha los pecados ajenos, ya sea una pataleta o un asesinato en primer grado, no puede delatar al pecador aunque se lo pregunte la Corte Suprema, ni aunque lo cuelguen de los tobillos y lo sumerjan en agua hirviendo. De lo contrario iría al infierno.
Pues bien; mi padre era un ferviente católico que de lunes a sábado lo pasaba borracho y sin ir al trabajo, pero el domingo confesaba todo aquello y quedaba perdonado con apenas un par de padrenuestros.
Mi madre era peor. No sólo era una ferviente católica sino que, además, era temerosa de Dios. Mi padre no temía a nada y dormía como un tronco, pero mi madre temía a Dios y no pegaba ojo. Eso la convirtió en una histérica adicta a los barbitúricos que se pasaba el día gritando por cualquier cosa que se saliera de su concepto de la rectitud. Por supuesto, que mi padre llegara borracho se salía de su concepto de la rectitud, y ahí empezaban las batallas campales donde el que más recibía era mi padre ya que era incapaz de matar una mosca. Era un borracho, sí, pero de una bondad beatífica. Hubiera sido incapaz de pegar a mi madre. En cambio mi madre lo molía a palos. Una vez pensaba que le había arrancado el ojo derecho. Tuve que curarle las heridas de la cara con mucho cuidado para que el agua oxigenada no le cayera en el globo ocular.

Al principio me metía entre los dos para evitar males mayores, pero al tercer codazo que recibí en la mandíbula decidí que aquello ya no iba conmigo. Desde aquel día, el del tercer codazo en la mandíbula, empecé a robarle el coche a mi padre todas las noches. Esperaba a que él se durmiera y a que ella le hicieran efecto los barbitúricos para entrar en el dormitorio y agarrar con cuidado las llaves del coche, que siempre las dejaba en la mesilla. Yo tenía 18 años, me acababa de sacar el permiso de conducir. Al principio conducía hasta el puerto de Baltimore y me dedicaba a beber cerveza hasta que amanecía. Aquello, al poco de llegar con el coche, un Thunderbird del 67, se llenaba de ratas enormes. Veía cómo peleaban entre ellas por conseguir un trozo de tocino o cualquier otra cosa que algún marinero había dejado caer. Era un espectáculo que me recordaba a la propia vida. Más tarde empecé a llevar yo mis propios trozos de tocino para lanzarlos en medio de aquella fauna. Decenas de ratas peleándose por aquellos trozos de tocino. Era increíble.
Cuando me aburrí del puerto empecé a frecuentar los clubes nocturnos más depravados que pueda imaginar. Descubrí sustancias como el opio y también descubrí el sexo orgiástico. Hasta ese momento mi experiencia sexual había consistido en cuatro besos furtivos en los jardines que estaban a la salida del instituto. Jamás hubiera imaginado todo lo que un cuerpo humano da de si en lo que al sexo se refiere.
Siempre antes del amanecer volvía a casa y colocaba las llaves en la misma posición en la que las había encontrado.
Vivíamos en una casa enorme que estaba muy por encima de las posibilidades económicas de mis padres, pero dado el carácter caprichoso de mi madre y la avaricia de los bancos, habían conseguido que les concedieran una hipoteca que apenas podían pagar. A fin de mes la comida solía consistir en una pasta de boniato que mi madre preparaba en una cazuela grande y que la hacía durar mínimo una semana. Eso sí, la casa era preciosa, en el barrio alto, cerca del downtown.

A los diez y nueve años me fui de casa. No tenía ni un dólar. Me instalé en casa de unos amigos, y digo amigos por decir algo porque eran dos crápulas que había conocido en uno de esos clubes nocturnos. Eran hermanos y traficaban con heroína. Sus clientes no eran tirados del puerto, no. Era gente que venía justo del barrio de mis padres. Ejecutivos encorbatados con trajes de mil dólares. Ninguna tontería. La heroína de estos tipos era la mejor de Baltimore porque sólo la cortaban con un veinticinco por cien de cal. Otros llegaban a cortarla con el cincuenta o sesenta por cien. La gente de dinero sabe bien lo que hace, no compra cualquier cosa.
Yo pasaba de meterme en el negocio. No soy tan valiente. Empecé a trabajar en un seven eleven, de repartidor de diarios, de reponedor en unos grandes almacenes, de infinidad de cosas. Todos aquellos trabajos estaban pagados con sueldos miserables. Cuando salía del trabajo comencé a escribir “El ángel boca abajo”. Me llevó tres años acabarla y otros tres que una editorial la quisiera publicar. Escribir es un trabajo lento y publicar un libro no es fácil. Pero tras el éxito de “El ángel boca abajo”, este "gran país", esta "gran nación", me ha hecho millonario. El libro se sigue vendiendo y yo he sido incapaz de volver a escribir otro hasta que me descubrieron el virus del VIH.
Cuando sientes el aliento de la muerte surge la necesidad de hablarlo todo, de contarlo todo, de fumarlo todo, de beberlo todo, de follarlo todo. Por eso escribí mis memorias. Porque soy millonario y porque voy a morir.
Doy gracias a Dios por los valores que esta "gran nación" me ha inculcado, doy gracias por el dinero que me ha concedido y doy gracias porque todo ese dinero no me va a salvar la vida. Si el dinero consiguiera salvarme la vida yo sería un tipo todavía más insoportable de lo que ya soy.
¿He respondido a su pregunta?


Me encantan los autores malditos.
William Dixon Henry murió el 30 de agosto de 1999. Tenía 49 años.
Vivió, como dice la letra de esta canción, “ardiendo en la cuerda floja”.




3 comentarios:

  1. No debe ser tan mala la cuerda floja si te hace parir una canción como ésta. O quizá no es la cuerda sino el fuego que te hace arder. A saber. Quién dijo aquello de "bravo por la música...que nos hace mágicos"?. Gracias!

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  2. Sandra, creo que fue Betty Misiego y es una de las canciones más espeluznantes jamás compuestas por el ser humano.

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  3. Jajajajajaja.. Espero que puedas dormir y no se te haya quedado ese soniquete en la cabeza! Aun así, a esa sola frase que yo he rescatado, no le falta razón. De lo peor que puedas imaginarte, siempre se puede sacar algo positivo... no? ;-)

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