Mi ruta salvaje llega hasta el centro del misterio, atraviesa el huracán y las tormentas para, finalmente, alcanzar el sosegado corazón de mi alma.
Nathan Hope

domingo, 27 de marzo de 2011

Sobrevolando la selva



Volvíamos a casa. Tras veintiún días de rodaje en Sao Félix do Araguaia, una pequeña avioneta nos llevaba a Brasilia sobrevolando la selva de Matogrosso. En Brasilia haríamos noche una jornada y al día siguiente nos subiríamos a un boeing que nos llevaría a España. No había sido un rodaje fácil. Las lluvias y algunos imprevistos habían lastrado un proyecto que realmente se podía haber realizado en diez días.
En su trayecto, la avioneta realizaba tres paradas en medio de la nada para repostar. Desde Sao Félix a Brasilia hay 1.200 kilómetros. Aquellos dispensarios de combustible estaban atendidos por empleados que recibían vuelos dos veces a la semana. El resto del tiempo debían dedicarse a la vida contemplativa; a mirar como el sol trazaba su monótona línea en el horizonte o a ver como, en época de lluvias, se formaban cúmulos nubosos que descargaban violentamente su contenido sobre la pista de aterrizaje para después evaporarse, convirtiendo aquel paraje en una sauna blanquecina en la que apenas se puede respirar los días de máximo calor.
En efecto; estábamos en época de lluvias y aquel precario aparato se disponía a despegar por segunda vez camino de Brasilia, camino del hogar. Justo en frente de la pista de despegue se agolpaban unas nubes negras que no parecían traer buenas noticias para los cuatro pasajeros y los dos pilotos que ocupábamos aquella avioneta. Me pregunté si los que comandaban el asunto esperarían a que escampara la segura tormenta que se avecinaba, pero bajo el vendaval, el segundo de abordo anunció a gritos que subiéramos rápidamente. Yo no daba crédito, Por un momento pensé que despegaríamos en sentido contrario a las nubes y bordearíamos la tormenta, aunque aquello supusiera perder algo de tiempo. No fue el caso. Rugieron los motores con el morro enfilado hacia aquella masa gris azulada que ya empezaba a descargar rayos verticales y diagonales con el consabido estruendo segundos después del fogonazo. Me apreté el cinturón de manera que casi no me llagaba sangre a los pies. Me daba igual. Prefería una amputación que una muerte segura. Los conos que indicaban la dirección de viento se tensaban en contra de nuestra dirección y el aparato zigzagueaba de lado a lado de la pista pugnando por alzar el vuelo. Pero lo peor aun estaba por llegar. Nos elevamos como un ave herida. Los violentos golpes de viento nos lanzaban hacia arriba con impulsos inesperados para después volvernos a lanzar hacia abajo. Otra vez nos elevábamos y descendíamos sin un criterio previsible. Empecé a echar de menos un optalidón, un diazepán, un poco de agua del Carmen o un cigarro (me daba igual el orden, aunque todos a la vez hubiera sido lo adecuado). A mi lado comprobé que había un cenicero metálico empotrado en una de las paredes del aparato que estaba forrada de una moqueta gruesa y rugosa. Un antiguo vestigio de cuando el ser humano podía fumar en plena crisis de ansiedad y de cuando el cáncer de pulmón no era más que un efecto colateral al que ignorabas dado el terror que te invadía en esos momentos. Intenté abrirlo, pero lo habían soldado para que ningún histérico como yo tuviera la tentación de usarlo. De golpe entramos en una nube tan negra que desde cabina tuvieron que encender las luces de pasajeros. Mi compañero y yo nos miramos y ambos adivinamos el miedo en los ojos del otro. Era la impotencia del humano ante el rugido de la madre naturaleza. Llovía de una manera salvaje y las gotas de agua inundaban las ventanillas. En realidad daba igual; el exterior ofrecía un gris oscuro y plano. Rayos de una luminosidad para mi desconocida hasta ese momento caían a derecha e izquierda y yo sólo pedía que el siguiente no acertara justo encima nuestro. Hubo un momento en que se empezaron a abrir claros y me di cuenta de que el piloto los iba a buscar. El trayecto hasta Brasilia se convirtió en una permanente búsqueda de la luz en aquel mar de oscuridad tormentosa. En los claros nos asegurábamos de no ser partidos en dos por uno de aquellos fogonazos, aunque en esas zonas luminosas el viento soplaba con más fuerza que en las zonas grises.
Como veis sobreviví, pero en mi interior hice la promesa de no volver a volar.
El otro día me propusieron ir a India para un próximo reportaje. Mi pregunta fue: “¿Ya se ha inaugurado el AVE Valencia - Calcuta?”

3 comentarios:

  1. En estos casos lo único que nos hace creer que sobreviviremos es el pensamiento de que el piloto no es un suicida y también quiere volver a casa.

    Pero ¿y si no es así?

    Se debería poder pasar un test al piloto antes de despegar:

    ¿Tiene familia?
    ¿es feliz?
    ¿odia a su padre y está enamorado de su madre?
    ¿esperas que tu último polvo sea como mínimo el penúltimo?...

    Y con algo de información en la mano, ya decides si subes... o te vas andando.
    vi100

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  2. Tienes razón Vicente, pero me temo que el gremio de pilotos no nos iba a permitir indagar en sus más profundos anhelos sexuales.

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  3. ¡madre mia que angustia! casi he visto y sentido la tormenta! pero bueno, si quieres buscar algo positivo de ese trago tan amargo es que no hay dudas de que quieres tu vida y la aprecias más que nada en el mundo.
    A veces un trago como ese te ayuda a dejar al lado todos los rollos mentales para acabar convencido de que, a pesar de lo que a veces fantaseamos cuando la cosa se pone negra acabas buscando la claridad como y donde sea..
    un beso

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